Hace mucho mucho
tiempo, en una república muy lejana, vivía la
hija de un banquero feliz de la existencia, caminaba por las calles
céntricas de esa hermosa ciudad de la naciente república, seguida de
sus dos sirvientes, mal pagados, mal paridos, pero no eran personas,
sólo los que la abanicaban y llevaban de un lado para otro. Caminaba
esta pequeña liberal, imbuida de las doctrinas liberales que su padre
usaba para abofetear a la derrotada aristocracia ¡¡Libertad!! Gritaba,
¡¡Libertad!! Soñada, no más Estado opresor sobre los derechos, igualdad
y solidaridad entre todos, fraternidad que le llamaban, ¡¡que el
mercado se encargue!! Bramaba el Bancario, rechoncho, accionista de
muchas nacientes fábricas, colaborador económico, como él decía, de
otras tantas, un motor para un país condenado por la aristocracia a los
campos, donde no hay futuro, esos mayorazgos, grandes males nos
hicieron, repetía una y otra vez. Tal vez no recordaba que él tuvo la
oportunidad de ser quien fue gracias a lo que heredó de su padre, un
terrateniente dueño, virtualmente, de varios pueblos. Pero bueno, las
cosas siempre han funcionado distinto si le favorece o no a uno, eso lo
sabemos todos y algunos más. Mientras
pensaba en todo ello, y se recitaba para sí las canciones de esa gran nación a imitar, vio a unos
pordioseros en la calle, se acercó a un policía y le pidió que los
arrestase, estos vagos y maleantes, ¿cómo se les ocurre infestar las
calles con su vagancia? ¿Por qué no trabajan? El colmo es esta gente,
el colmo de los colmos, si ahora somos libres e iguales, ¡todos deben
contribuir a la nación! El policía hizo su trabajo, golpeó a ese vago y
empujó a su mujer, a saber de quien es el hijo que les acompaña ¿por
qué no están trabajando? Al rato,
siguiendo su hermoso camino, se le acerca un pequeño señor, vendía algo, unas tonterías, pero le hizo
ilusión ver ese material, de lo más curioso, hecho con sus manos, de
chapas y demás porquerías, este hombre, al menos, sabía trabajar con el
metal, le indicó como ir a una fábrica, le dio una tarjetita de
recomendación, tal vez necesitasen a un soldador o algo, y ya que su
padre, el valiente banquero que plantaba cara a los cerdos
aristócratas, era uno de los dueños de esa fundición, seguro que le
darían un buen puesto de trabajo en esa fábrica. Regresó la
mujercita a su casa, espléndida ella, unas sirvientes le preguntaron
que qué deseaba tomar, o si necesitaba algo, una le preparó un baño
¡¡pero ella no lo había pedido!! Que gente, ya no se puede encontrar
buen servicio ¿a esta gente quien le ha educado tan mal? Antes era
distinto, los sirvientes de sus abuelos eran buenísimos, todos hijos de
otros sirvientes, tenían la vida resuelta los pillines, siempre con
trabajo seguro, mejor imposible. Su
padre entró por la puerta
de uno de las salitas de estar, donde ella hacía punto, mientras que
una de las sirvientas, la que no era analfabeta, le leía una novela de
dos siglos antes, que hermosa es la lectura, definitivamente. Su padre
se arrodilló frente a ella, mi niña musitó, y ella, complacida por el
comentario, sonrió. Para luego aterrarse por lo que le acababa de decir
su padre ¡se volvía a casar! Pero... Pero... Si su madre sólo llevaba
diez años muerta ¿cómo le hacía esto? Eran los dos solos, ella era su
princesita. La mujer era una bruja,
hija de uno que fue duque de nadie sabe qué, o algo así ¡¡una aristócrata!! ¿Cómo era posible que su
padre le hiciera eso? La que sería su madrastra era una jijuna, allá
donde las haya, no era posible que su padre se juntase con tamaña
bruja, ¡debía tener como poco 20 años menos que su padre! Seguro que su
aristocrática familia tenía muchísimas posesiones, pero ningún negocio,
tierras estériles, tierras poco fértiles, tierras llenas de campesinos
deseosos de no hacer nada y que no se produzca nada, mientras que los
aristócratas entraban en esa vida de desenfreno y lujo que realmente,
con sus ganancias reales en los nuevos tiempos en que la tierra no es
sinónimo de riqueza, ¡seguro que se quería aprovechar de la fortuna de
su padre! Huir, es lo que tenía que hacer, como en esas novelas
tan preciosas, huiría para mostrarle la verdad a su padre, así haría lo
correcto ¿pero hacia dónde? Que importa, ahora vivían en una nueva
sociedad, donde todo saldría bien, como era lo debido para un mundo
gobernado por la distribución más justa posible, la del mercado. Por
suerte ella conocía a la perfección el mundo liberal. Ya
en la calle, ayudado por uno de los más recientes sirvientes, por tanto, sólo
fiel al dinero y no tanto a su padre, caminó sin mucho propósito,
pensando en quien sería el dignado para ayudarle, recordó unos cuantos
nombres, pero ahora todos están vinculados con la aristocracia ¿Cómo
era posible que fuesen tan parecidos los dos grupos? Da igual, todo eso
ahora daba igual. No encontró un refugio apropiado, ¡oh no! Le
ataca un grupo de maleantes, su acompañante, el joven sirviente, muere
en la reyerta, protegiendo su honor ¿morirá la joven hija de ese gran
banquero? Está claro que no, por supuesto que no, de una taberna
cercana, un par de hombres sucios de pies a cabeza, llenos de hollín y
apestando a cerveza y orujo, espantaron, a punta de golpes con unos
palos y botellas, a los agresores de la mujercita, que temía por su
honor y por su cartera. Ella no lo resistió, sólo le quedó desmayarse. Se
despertó ¿dónde estaba? ¿Ya había acabado tamaña pesadilla? Que dura
sentía la cama... Esperen, no es su cama, apesta a mil demonios, todo
está húmedo, se incorpora... ¡¡el suelo está mojado!! El techo gotea a
más no poder, es una pequeñísima habitación gris, llena de literas, con
un par de escupideras y un bacín, ¡está hecho un asco todo! Un señor
durmiendo en una de las literas, se voltea, le mira ¡es como un
pordiosero! No se preocupe señorita, no le hemos hecho nada, se desmayó
anteanoche, dijo el sujeto, entre toses, pensamos que no se despertaría
ya, comentó al final, sonriendo al ver que su mal agüero no se había
cumplido, ¿qué? comentó estupefacta, el enfermo tumbado le comentó lo
que pasó, ella fue recordando, no sabía si indignarse porque esos
sujetos le hubiesen cargado por media ciudad para llevarle a ese
tugurio o alegrarse de no haber perdido el honor o la vida ante esos
atacantes. Que buenos esos contentos
sujetos, que seguro vivían
felices en el nuevo mundo de libertades... Pero ¿por qué eran tan
cochinos? Realmente no lo entendía, con toda la prosperidad del actual
sistema le resultaba difícil que alguien escogiera vivir así, su padre
y ella no lo hacían, eso estaba claro. Al
rato de hablar con el enfermo sujeto con pintas de pordiosero y que hablaba
tosiendo, llegaron unos hombres, y dos niños, y un jovencito, seis en total,
sucios, harapientos, apestando a sudor y axila, que asco, oiga,
llegaban alegres y cansados, al ver a la mujercita de pie, al lado del
enfermo, todos aplaudieron y se alegraron, venían de trabajar,
comentaron, unas 15 horas al día trabajaban en esas épocas, que al
haber más luz les obligaban a trabajar más horas que las usuales, que
eran unas 11 más o menos, depende de lo que se necesitase para los días
siguientes, la carga del trabajo y tal, lo de siempre, ese día estaban
contentos, porque después de un mes de accidentes, era el primer día
sin que nadie sufriera una desgracia, ninguna máquina explotó, ninguna
cercenó el miembro de nadie, esta noche no habría viudas de parte de
esa nave, que se los llevaba a todos, y claro, la humedad y tal...
Mientras tanto, los dos niños, también obreros, aunque tenían un par
más de descansos al día, beneficios del sistema de libertad contractual
decían; pero necesitaban el dinero, entre todos con las justas ganaban
para pagar el piso, sí sí, era ese piso todo lo que se podían permitir,
a los niños, por lo de su descanso, les pagaban menos, entre ellos dos
ganaban como medio adulto, el jovencito ganaba la mitad, decían que no
era lo suficiente fuerte como para ganar más, ellos obtenían por día un
jornal completo, que sumando los seis salarios, daban lo que nuestra
princesita gastaba en un día en flores y chucherías, tal vez en menos
cosas... No lo podía creer, esa gente estaba hablando pestes del
sistema más maravilloso del mundo, parecía buena gente, pero tenían que
estar mintiendo, la fábrica en la que trabajaba era de su padre, y él
no tenía esos problemas de sueldo (ella sabía que su padre no era un
asalariado, pero por eso mismo, él no tenía una renta fija tan
beneficiosa como la que podrían tener los asalariados, en cambio, tenía
que asumir los resultados de la empresa para su propia subsistencia,
era quien asumía el riesgo, por tanto, en principio, tendría que estar
“peor” que los asalariados ¿o no?) ni dinero, así que algo tenía que
fallar, y el mercado no podía ser la causa de la desdicha de esos
hombres, tal vez no fueran buenos trabajadores, esos niños no podían
ser tan productivos como los adultos... pero... Ella de pequeña nunca
trabajó, por tanto, sabía leer, escribir, sabía las maravillas del
mercado, pero esos niños no habían conocido nada más que el trabajo
desde su más tierna infancia. Uno
de los adultos, cuando ella les comentó que el mercado no podía ser el culpable, que seguramente algún
capataz estaba destruyendo el sistema, se rió, con mucha fuerza, una
sonrisa de comprensión, como la de un padre ante una hija que dice una
sandez a causa de la ignorancia propia de su edad, le habló de Icaria,
le habló de las necesidades, le habó de la concentración de capitales y
la inexistencia de la correlación entre el salario y el trabajo
desempeñado, le habló de los fallos internos del sistema de mercado, le
comentó como los salarios bajos eran concausa de la ralentización de la
economía al impedir el acceso de la gran masa de la población, de todo
el proletariado y el pequeño campesinado, de la inexistencia de la
información adecuada en para el consumo adecuado, le habló de tantas
cosas a las que ella no tenía respuesta, que respondían a cada uno de
sus principios sobre el sistema que, por lo visto, no sólo no
funcionaba, sino que era por sí mismo su peor enemigo, la concentración
de capitales, las actividades productivas excluidas por su naturaleza
del mercado, incluso aceptado de plano por todo lo que ella creía
correcto. Todo ello llegaba a
un punto siempre, la explotación
del hombre por el hombre, el bienestar económico de una minoría por la
destrucción de la vida de la mayoría, el reparto de trabajos y la
libertad de contratación simplemente eran una falacia, la libertad
formal no es más que una manera de ocultar moralmente la explotación de
todos los individuos, la destrucción completa y sin solución de sus
experiencias vitales, desarrollo individual tanto para sí como para su
prole, pero todo esto daba igual para los grandes propietarios, que
teniéndolo todo seguirían defendiendo que una redistribución de la
riqueza atentaba contra la libertad ¿pero qué importancia tiene ésta si
es imposible disfrutarla? Lo mismo pasaba con la igualdad formal, se
veía en cada contrato entre un empresario y un trabajador ¿eran iguales
en esa negociación? ¡¡Imposible defender eso!! La necesidad siempre
sería la mayor coacción para la libertad de contratación al impedir la
igualdad de las partes. El hombre
que no dejaba de hablar, al que le brillaban los ojos cada vez que hablaba
del sueño Icaria, ese
hombre que alguna vez fue un pequeño profesor en un pueblo que se quedó
sin ganados al ser sus ríos contaminados por una gran fábrica a unos
pocos kilómetros, ese señor que una vez fue apresado por escribir su
opinión ¿de qué sirve la libertad si no puedes comunicar tus
pensamientos? ¿de qué sirve que los más grandes sí puedan comunicar su
pensamiento si a los pequeños se les apresa por lo mismo? El hombre
hablaba sin rabia en la voz, tal vez algo alicaído por todo lo que ha
vivido, por todo lo que ha visto, por la cantidad de compañeros que ha
perdido, por la gente que ha conocido y que toda la justicia que han
recibido al pedir más salario es un balazo por el policía de turno en
pro del orden público, el orden de los grandes, de los ricos... Ese
hombre, que moría sin ver ninguno de sus sueños cumplir, que veía como
era incapaz de impedir que sus hijos trabajaran, que su mujer había
fallecido en la fábrica que había contaminado las tierras de su pueblo,
ese hombre que sabíade todo un poco, muy leído, mucho más que la
mayoría de los hijos de los amigos de su padre, mucho más que
cualquiera que ella haya conocido. Contradicción y muerte,
explotación, ESO era el mercado, eso era en lo que se quedaba todo su
gran y precioso sistema, ni más, ni menos, imposible no llorar,
imposible no sentirse responsable por la enfermedad del otro sujeto,
imposible no ver en los cansados ojos de esos señores algo que no sea
lo más maravilloso de la supervivencia humana en la propia destrucción
de su mundo por unos pocos... todo se concentraba en esos pocos,
imposible sentirse mal por todas las veces que mandó a sus sirvientes
algo, por todas las veces que les trató como cosas y no como las
personas que son, imposible no darse asco por cada vez que miró mal a
un mendigo, a un desempleado. Fatal, eso era toda la existencia de los
que pensaban como (antes) ella, fatal era el actuar de gente como su
padre. Pero ¿Qué podía hacer ella para ayudarles? ¿qué puede hacer cada quien para variar la situación?
Y
este cuento, nunca terminó.
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