Entré
a la habitación dudando de la amabilidad con la que mi
propio cuerpo me
había invitado, sumida en un libro de hojas un tanto
amarillentas
dudaba de la existencia de ese paisaje tan absurdamente gris.
En
medio de ese salón antiguo se desarrollaba el calor de la
mas bella
melodía, mis ojos se iban despegando del libro para
encontrarse con
este hermoso señor de años, un piano.
El
intérprete era casi tan genial como el instrumento y su
excentricismo
inundaba mi alma. Vestía de negro y azul oscuro, el mismo
color que mi
imaginación. El piano era también un
señor que vestía de oscuro, con
elegancia y fineza se dejaba manipular por ese hombre de gracias miles
que se hacía llamar
Yo
simplemente estaba embelezada, maravillada por aquél
dúo tan perfecto
como el sueño más sacro de mi alma. El sonido me
embriagaba y mi mente
me alzaba para observar sin apuro a esas dos invenciones. La genialidad
de ambos me hacía comparar la inteligencia del hombre con la
perfección
de Dios, un humano tan perfecto y un instrumento tan hermoso
ocasionaban que las pocas mariposas de inocencia que aún
quedaban en mi
estómago revoloteasen como si por vez primera la luz hubiera
dado
directamente con ellas. Grandiosa sensación, debo admitir.
Grandiosa,
pero no lo suficiente como para prohibirle a mi depresión
que regrese
sin tocar la puerta, no lo suficiente como para impedir que me fuera,
bajando la cabeza y escondiéndome de nuevo tras esas hojas
un tanto
amarillentas.
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